lunes, 5 de abril de 2010

"En la huella del Cacaruca", 2/11


Habíamos escuchado en muchas tertulias al anochecer cuando la Manina sacaba detrás del bar confeccionado por mi viejo, cosa curiosa, con madera de cactus unos brebajes que les hacía a los mayores rechupetearse los bigotes, miles de historias acerca del Cacaruca o la piedra del diablo como le decían los más timoratos. La más difundida entre los baqueanos de la zona cuenta que una noche junto al sendero un grupo de mineros jugaba a la brisca, cuando se les apareció “Don Sata”, queriendo participar del juego. Los mineros habrían accedido a regañadientes a la petición, forzados por la investidura del personaje en cuestión.
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El asunto es que Don Sata al perder la mano habría montado en tal cólera, que transformándose en un verdadero caldero de metal fundido al apoyarse en el paramento de la roca que los guarecía de la noche, habría quedado inmortalizado para siempre al estamparse su figura en la piedra incluyendo cachos, tridente y cola.
El Chiripa se me cruzaba entre las piernas haciéndome difícil el avanzar por el corredor debajo del parrón. Pasé de guata entre medio de las trancas que junto a una hilera de aromos, cerraban la entrada principal de la hijuela y apuré el tranco para llegar rápido a los corrales.
Los corrales en este valle estaban confeccionados a base de pircas, al igual que la media luna principal, lugar dónde nos dábamos un verdadero festín en los atardeceres de verano, a la “hora de la oración” como decía la Manina, disparándole a los ratones con un rifle del veintidós, que había comprado mi viejo en unos de sus embarques a Punta Arenas.
Habían llegado todos los convocados, y las bestias lucían sus mejores aperos, riendas y lazos, de cuero trenzado y monturas confeccionadas por “Don Nativo” un viejo pelado con unos pelos huachos como recién salido de una quimioterapia y enrojecido por el tinto. Este, vivía al otro lado del estero, subiendo a un alto junto a unos peumos que miraba al norte del valle de Las Palmas. Los encargos que le hacía su fiel clientela, podían durar años, pues “ Don Nativo” cuando se ponía a tomar lo hacía en serio y con devoción, manejaba sus herramientas de corte con la precisión de un cirujano, por lo cual también era temido, pues a veces según el “Galino” se le había visto relucir debajo de la faja un corvo con cacha de hueso. Contaba la mujer de Leandro, la señora Luzmira que “Don Nati” murió tomando. Con su desaparición se extinguió el oficio de talabartero en el valle.
Eran las seis de la mañana y todo estaba listo para partir, afortunadamente para mi todo había salido a pedir de boca pues se habían conseguido más caballos y así yo podría montar a “Campeón” un caballo bayo “jodiazo” como decía la señora Inocencia, pues tenía la maldita maña de tirar un tarascón cuando uno metía la pata en el estribo para montarlo. A pesar de su genio, me seducía poder montarlo pues yo iba a estrenar mis botas, y me tenía guardada una cartita bajo la manga para “el mañoso”, dado que por vez primera me pondría unos espuelines que me había regalado el “Tata”, para San Pablo. Ahora te quiero ver caballo jodiazo, pensaba para mis adentros. Efectivamente, otra cosa es con espuelas; una vez arriba del bayo bastaba con apretar levemente los talones y este andaba derechito.

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