Hoy comenzamos una serie de 11 entregas, consistente en un relato sobre un paseo a la famosa Piedra del Diablo (parte de nuestros recorridos) realizado en los años 60`s que retrata el ambiente del lugar en aquellos tiempos. Autor: Pablo Barros Lafuente.
Para leer la 1ra parte completa, pinchar aquí
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Era de amanecida, el sol aún no se dejaba ver detrás de los peñones que conforman los picos mas altos del cordón montañoso. En los corrales ya se sentían los ajetreos preparatorios, la noche anterior se habían arreado las bestias que nos servirían de transporte esa mañana para la travesía hacia Ocoa. La tropilla estaba conformada por unos veinticinco caballares y unas cinco mulas que servirían para trasladar las vituallas y comistrajos de la ocasión.
El cara de gallo comenzaba a sacar sus primeros rayos, que se agradecían a esa hora de la mañana. Los peones ágiles como gatos, acarreaban los aperos desde las caballerizas para ensillar las bestias y con gran destreza iban alineando la caballería debajo de unos acacios amarrando a los animales ordenadamente a una vara de eucaliptus. Esa noche no había pegado un ojo pensando en la levantada temprano que me esperaba.
A las cinco de la mañana mi abuela entró a la pieza con la palmatoria en la mano, Pablito ya es la hora me dijo con su delicadeza habitual, cuidando que su regalón no fuera a sobresaltarse. Yo había dormido medio vestido y en un santiamén estaba listo con las botas puestas. Unas botas de cuero café, como de Boy Scout, que me quitaban el sueño y que mi tía Lucy había decidido dar de baja para tan magna ocasión, sabiendo de mi locura por calzarlas.
A tomarse el desayuno mijito que le espera un día largo, me dijo indicándome la mesa, dónde humeaba el café con leche recién ordeñada al pie de la vaca, en un tazón de loza blanca con filetes dorados, de esos dónde se podía apreciar inscrita la palabra “felicidad”. La panera de mimbre rebosaba de pan amasado calientito, para completarse con huevos revueltos y palta molida. Todo esto estaba geométricamente dispuesto sobre un mantel de género color azul paquete de vela con una cuadrícula a base de líneas de azul más oscuro y blancas que se entrecruzaban. Era el de todos los santos días en la mesa de la “Manina” como le decíamos los nietos a la abuela, siempre me intrigó como diantre podía lucir ese mantel así de impecable como recién planchado.
No alcancé a bajar el nivel del tazón ni hasta la mitad, cuando ya me estaba secando el bigote de leche sobre mis labios, con la ansiedad de salir cascando pa los corrales. No podía tragar ni un mísero trozo de ese pan que me devoraba todas las mañanas de mis vacaciones de verano. Pero como no va a comer nada me increpó la Manina, que rápidamente comprendió mi urgimiento y como siempre con su silencio cómplice accedió a que me las emplumara. Al abrir, la pesada puerta de roble se me abalanzó el “Chiripa,” era el perro regalón de la casa, un quiltro con bastantes aires de pastor belga, que ni por nada pensaba quedarse ese día en la casa, sin conocer al “Cacaruca”. Para cuidar la casa se quedaba “El Vostok”, otro quiltro, este sin la más mínima posibilidad de encontrársele algún antepasado de raza conocida, a pesar de que había llegado a la casa antecedido del pedigree de ser un fino cachorro Dálmata. Era chico de pata corta, pelo grueso y amarillo; tenía un hocico puntiagudo con su nariz negra y toda su anatomía remataba en su extremo posterior en una gruesa y verdadera cola de chancho.
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